Solemnidad de Pentecostés

¡Feliz día de la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia! Les compartimos un capítulo de Firmes en la Fe, del P. Gabriel Zapata, IVE (misionero en Argentina); una homilía del monje P. Gustavo Pascual, IVE (misionero en Argentina); y un audio del P. Gonzalo Ruiz, IVE (misionero en Italia).

Saludos y que Dios los bendiga.



Homilía del P. Gustavo Pascual, I.V.E. para la Solemnidad de Pentecostés

Jn 20, 19-23

La venida del Espíritu Santo en Pentecostés da comienzo a la Iglesia. Estaba puesto el
fundamento, se había dado el envío y el Alma desciende sobre ese Cuerpo y le da vida.
María por su oración y sus méritos impetra el don de Dios.

La venida del Espíritu Santo a un alma es don de Dios. La oración y las buenas obras
disponen la venida del Dulce Huésped. El amor a Dios y el cumplimiento de su
voluntad hacen que Dios uno y trino more en nosotros. Cada acto de amor produce una
nueva venida, un nuevo Pentecostés en el alma.

Consolador Supremo, esto es Paráclito. Es la ayuda necesaria para ser felices. Si
estamos tristes, es de las lágrimas Consuelo y Él nos libra de los males que nos
entristecen, el pecado y el sufrimiento, lava lo que está manchado, riega lo que está
seco, y para la ignorancia es Luz de los corazones.

¡Ven…! Viene si lo amo. Está en el alma que cumple los mandamientos. Debo buscarlo
en mi interior. Descender al fondo del alma para encontrarlo allí. Luego, Él nos
levantará. Hay que descender para desposar nuestra alma con Él y hallar consuelo.
Descender por el desapego de las cosas materiales, viviendo pobremente, porque es
Padre de los pobres. Y desprendiéndose de sí mismo, sin tu ayuda nada tiene el
hombre, nada que no lo perjudique, y llegando a estar totalmente despojados. Siendo
verdaderamente humildes nos desposaremos con Él como María: “he aquí la esclava del
Señor”.

Este Divino Consorte nos hará ascender hasta la unión plena con Él, hasta el
matrimonio espiritual, hasta la transformación, en cuanto puede una criatura aquí en la
tierra, en Él.

Cada acto de fe, cada acto de amor, que hacemos, produce una nueva venida del
Espíritu.

Estamos solos porque queremos, estamos tristes porque queremos. El Espíritu Santo que
mora en nuestra alma es nuestro Consuelo, nuestro Dulce Huésped Divino.
Jesús decía que el Reino de los cielos está en nuestra alma. Ese Reino de los cielos es la
Trinidad que habita en el alma que ama.

El Espíritu Santo nos recuerda todo lo que Jesús dijo. Lo recordará desde dentro. Una
cosa es el Maestro exterior y otra el Maestro interior respecto de nosotros. Son el mismo
Maestro pero el Maestro interior es el que produce en nosotros mejores frutos. Y ¿cómo
se conoce esa voz interior, ese Maestro interior, ese Divino Huésped? Por los efectos.

En Pentecostés los Apóstoles se transformaron, cambiaron totalmente sus vidas.
Y ¿por qué si vivimos en gracia no se realizan en nosotros obras grandes? Porque no
escuchamos la voz del Espíritu o no vemos su luz por causa de las criaturas a las cuales
estamos apegados. Ellas nos impiden ver y oír en plenitud.

Pentecostés encontró a los apóstoles reunidos en el Cenáculo y quedaron revestidos del
Espíritu Santo y sus dones. Quedaron transformados.

El Espíritu Santo es del que dice el profeta:
“Y brotará una vara del tronco de Jesé, y retoñará de sus raíces un vástago, sobre él
reposará el espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo
y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Yahvé”.

Quedan transformados.
Los apóstoles antes de Pentecostés, incluso hasta la ascensión esperaban un mesianismo
temporal. ¿Acaso Cristo no les había enseñado? Sí, pero era el Espíritu Santo el que
transformaría sus mentes, prepararía a los apóstoles para recibir la verdad completa.

Los dones de sabiduría, entendimiento, consejo y ciencia produjeron en la mente de los
apóstoles sendos efectos.

  • Por el don de sabiduría comenzaron a gustar de las cosas divinas y a despreciar
    totalmente lo temporal.
  • Por el de entendimiento conocieron en profundidad las verdades reveladas por el Señor.
    Por el de ciencia comenzaron a ver en las cosas que los rodeaban a Dios que les hablaba
    y los fortalecía.
  • Por el de consejo aplicaron todas las enseñanzas de Cristo para ir constituyendo la
    Iglesia naciente.

Transformó su miedo en valentía.
Los que estaban escondidos en el Cenáculo por miedo a los judíos comenzaron a
predicar abiertamente en Jerusalén y hasta los confines del mundo.

  • Gozándose por sufrir algo por Cristo.
  • Obedeciendo a Dios antes que a los hombres.
  • Dando finalmente testimonio con su sangre.

Es que por el don de fortaleza soportaron los mayores ultrajes con paciencia y defendían
con valentía la verdad del evangelio contra las herejías.

Los transformó en sus juicios y quereres.
Fueron mucho más fieles a las tradiciones paternas y a las promesas hechas a los Padres
pero perfeccionándolas con la novedad del evangelio y llevándolas a la plenitud.
Comenzaron a someter sus voluntades a un superior y no a hacer según quería cada uno.
Seguían las directivas de Pedro y de las otras columnas de la Iglesia: Santiago y Juan.
Es que por el don de piedad honraban perfectamente a Dios y a sus mayores y
superiores.

Fueron transformados en sus respetos humanos.
Dejaron de temer las persecuciones, a los reyes, a los trabajos, a la cruz y comenzaron a
temer únicamente el ofender a Dios, el traicionarlo, el negarlo, el enseñar otro evangelio
que no fuese el de Cristo. En fin temieron el separarse del amor de Cristo y de caer en
manos de Aquel que puede enviar alma y cuerpo al infierno.

Es que por el don de temor de Dios sólo temían a Dios, no con un temor servil sino con
un temor filial
pues ese Dios amoroso no había reparado en hacerse hombre para
redimirnos y no querían ni podían apartarse de un Dios tan amoroso
.



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